De pequeña quería hacer cuatro cosas por encima de todo: perderme por las islas griegas, compartir un apartamento hippie en Londres y llenarlo de almohadones de colores esparcidos por el suelo (tenía que ser así, no me preguntéis por qué, quién sabe cómo funciona la mente de una niña con demasiada fantasía), ver París desde la ventana de mi destartalada buhardilla mientras intentaba hacer frente al miedo a la hoja en blanco y callejear por Venecia durante el Carnevale.


Algún día os contaré cómo ha ido saliendo la cosa. De momento, puedo deciros con orgullo y la más pura felicidad que, por fin, he estado en el carnaval de Venecia. Y lo mejor de todo: ha sido tal y como lo había imaginado, y conste que las expectativas eran altas (¡como para no serlo, con la de tiempo que hacía que deseaba estar aquí! -sigo en Venecia).

Se dice que el carnaval tiene su origen en la victoria de la Serenissima Repubblica contra el Patriarcado de Aquilea en el siglo XII, en honor de la cual la gente se reunía en la Plaza de San Marcos para bailar y celebrarlo. Con el Renacimiento (de finales del siglo XIV a principios del XVII) le llegó la oficialidad, convirtiéndose en el abanderado del prestigio veneciano en el mundo. En el XVIII ya era una festividad famosa y muy reconocida que recibía a nobles y demás visitantes de todo el mundo atraídos por su permisividad y entrega al placer. En realidad, sin embargo, se trataba de una forma de controlar las pulsiones; el estímulo hacia el exceso constituía una cortés concesión durante un tiempo determinado, lo que en Venecia, una sociedad rígidamente oligárquica, era necesario para crear la ilusión a las clases más humildes de que podían equipararse a los poderosos, aunque fuera con una máscara cubriéndoles el rostro. Con ello se pretendía desalentar las revueltas, relajar las tensiones sociales y mantener el orden para, en definitiva, perpetuarlo.
En 1797, bajo el dominio austríaco, el carnaval se prohibió completamente así como el uso de máscaras. Estas tienen una gran tradición en Venecia, en donde se venían usando desde muy antiguo para ocultar la identidad y zafarse de los acreedores o abandonarse al juego de la seducción. Bien podríamos imaginarnos al veneciano más bala perdida de la historia, Giacomo Casanova, el gran azote del sexo femenino, hijo de comediantes, eterno aspirante a la clase noble, jugador empedernido, viajero, escritor y un montón de cosas más en una partida de cartas en el Ridotto durante los carnavales antes de colarse en alguna alcoba.


El Ridotto (la habitación privada, en italiano) fue una casa de juego que abrió el gobierno en respuesta a la gran afición de los venecianos por los juegos de azar y se convirtió en el primer casino de Europa (1638). La sala abría exclusivamente durante el Carnaval (que, de todas formas, duraba algunos meses) y los únicos eximidos del uso de máscaras eran los crupiers, los llamados barnabotti, nobles venecianos venidos a menos.







En el XIX, la celebración hizo algunos amagos de reaparición, aunque solo logró mantenerse durante períodos de tiempo cortos y, en su mayor parte, se trataba de fiestas privadas en las que la creación artística era la protagonista.
Tras una larga ausencia, el carnaval consiguió reaparecer definitivamente en 1979, iniciando así su etapa moderna, de la que ya han transcurrido más de treinta años.



Las máscaras han sido siempre la característica distintiva del carnaval veneciano, completadas casi siempre con trajes y pelucas típicamente barrocos.
Las máscaras eran objetos que requerían una gran habilidad artística y quienes las realizaban, los mascherari, estaban muy bien considerados socialmente, constituyendo un gremio con leyes propias. Inicialmente se fabricaron en piel, porcelana o con la técnica original del vidrio; hoy en día, la mayoría están hechas de yeso y decoradas con pan de oro, esmaltes y plumas.
Cada edición del carnaval está dedicada a un tema específico que actúa como hilo conductor y que los participantes utilizan para inspirarse a la hora de confeccionar sus disfraces. En esta, la temática no podía ser más adecuada: las fábulas; un mundo inagotable de personajes fantásticos, alegóricos, sobrenaturales, simbólicos, de animales que actúan como humanos, de buenos y malos, de objetos que cobran vida.
Un mundo en que el Sol, el astro rey, símbolo del día y de la vida, conversa tranquilamente con una simple mortal;
en que el Tiempo se deja ver y tiene cara de Otoño;
en que la Música nos acompaña;
y la Madre Naturaleza nos sale al paso…
mientras la Muerte nos recuerda que no somos eternos.
He disfrutado como una chiquilla con los personajes de los cuentos de toda la vida, tanto como entonces, cuando los escuchaba de boca de mis padres primero y más tarde los releía sin parar antes de que me venciera el sueño (o mi madre me hiciera apagar la luz, lo que viniera antes).
¡Qué maravilla este Flautista de Hamelín…! Le seguí durante todos sus posados, y es que no tiene desperdicio. Mi preferido, sin lugar a dudas, junto quizás con el personaje que posó en el campanile que os mostraré más adelante.
Me encontré también con los personajes de las fábulas de Esopo;
y con el Gato con Botas;
los Siete Enanitos también andaban por ahí;
y, aunque no vi a Blancanieves, la Reina Malvada sí estaba.
Un mundo de princesas, dragones y príncipes enamorados (quizás también encantados);
de seres de otras galaxias;
y de países lejanos;
de piratas y corsarios,
y de aguerridos oficiales de navío.
En Venecia, el carnaval es sinónimo de misterio, lujo y romanticismo, y en él se mezclan tradición, diversión, cultura y evasión. Hoy en día, se conservan muchos de los ritos de sus inicios, como la llegada en góndola a San Marcos, los desfiles, concursos y lujosos bailes en suntuosos palacios, el teatro y la música en vivo.
Los diez días de celebración se inician con la tradicional fiesta de las Marías (Festa delle Marie, este año el 22 de febrero). Cuenta la leyenda que en 943 d.C. se iban a celebrar todas las bodas del año en un mismo día. Desgraciadamente, las doce jóvenes comprometidas en matrimonio fueron raptadas por unos piratas que asaltaron el desfile. Tras enormes esfuerzos por parte de los venecianos, las muchachas fueron liberadas ilesas y los piratas ejecutados por orden del Doge, quien dispuso que no fueran sepultados sino arrojados al mar. Con el fin de rememorar la brillante victoria, el primer día de Carnaval se escoge a las doce doncellas más bellas (dos por cada sestiere o barrio de la ciudad), designadas como Marías, para lo cual se celebra un moderno concurso de belleza en hermosos vestidos de época.
[Foto cedida por Fausto Maroder]
Está claro que la ciudad juega un papel fundamental en el Carnaval; no solo es el centro de su origen, sino que sigue ofreciendo a los participantes un escenario de excepción en el que exhibirse. La comunión entre ambos es tal que llegas a creer que el que está fuera de lugar eres tú.
Mirad si no a mi querido Flautista subido a la loggetta del campanile (el edificio que está al pie del campanile y por donde se accede a él) de San Marcos.
O esta maravilla, que me dejó fascinada; parece realmente una escultura. Fue, junto al Flautista, al que más fotos hice.

Y qué me decís de la dulzura de estos otros, que casi se mimetizan con los románticos edificios venecianos.
La bauta (derecha) y la larva o volto (izquierda), perfectos también a los pies del campanile. La primera fue considerada durante mucho tiempo la máscara veneciana tradicional y arquetípica. Es de color blanco, cubre toda la cara y disimula el mentón, haciéndolo más prominente, con el fin de poder comer y beber sin quitársela. Habitualmente se llevaba con un tricornio y una capa roja, aunque en el siglo XVIII comenzó a utilizarse con una capa negra denominada tabarro. Este tipo de disfraz se convirtió en el habitual de la clase política italiana, que acabó usándolo en algunos eventos importantes de debate político en los que se requería anonimato.
La larva (fantasma en italiano) o volto (cara) es una máscara blanca, muy cómoda de usar por su diseño simple. Por lo general, iba acompañaba de un sombrero de tres picos y la capa con el fin de aumentar el aura de misterio. A lo largo de los siglos, se ha convertido en una máscara muy característica y común del carnaval.



Los personajes interactúan gustosamente con el público, son accesibles y se deleitan posando. El disfraz parece transformarlos realmente y algunos de ellos ofrecen un espectáculo que parece sacado directamente de una obra de la Commedia dell‘Arte.
Caminan tranquilamente por la plaza y sus alrededores, solos o en compañía de su pareja o de otros integrantes de su comparsa, cruzan los puentes, se paran a contemplar el paisaje o a charlar distendidamente, se esconden tras las columnas o farolas fingiendo timidez, se suben a las barandas y escalinatas, se saludan con una elegante reverencia al cruzarse con otros personajes como si de una estampa cotidiana del siglo XVIII se tratara y terminan la exhibición con un aperitivo en un café, normalmente el Florian, toda una institución en la ciudad y que ostenta el título de ser el café más antiguo de Italia. No en vano, a sus mesas se sentaron Dickens, Proust, Lord Byron, Rousseau, Goethe, Casanova (cómo no) y hasta Napoleón, quien lo definió como el salón más bello de Europa. Además, fue el primer local que permitió el acceso a las mujeres.




Otro año más, el carnaval de Venecia ha sido un éxito de público. Mañana, la ciudad estará de resaca, imagino que necesitará algún tiempo para transportarse al presente.
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